Setiembre (o marzo, según donde habitemos), cuando el verano empieza a desmayarse, es el momento exacto de las uvas, fruta lujuriosa y simbólica. Uvas heladas para comer de postre o a cualquier hora. Chiquitas y dulces, grandotas y fofas, grandotas y ricas, chiquitas y ácidas, moscatel, rosadas negras azuladas, ovaladas o redonditas; las uvas de mesa son un bocado ineludible.
Pero anónimo. Nadie conoce el nombre y apellido de las uvas que come. Podemos ver que son blancas, rosadas o negras, punto. Para qué más. Eso sí, hay que probarlas para no llevarse una desilusión. Sacar una uva del racimo que parece esplendoroso pero tal vez no lo sea tanto. Aunque el frutero ponga mala cara.
Otra pauta para tener en cuenta: las uvas rosadas o negras no deben tener rastros de color verde. Las blancas deben ser algo ambarinas. Los tallos, frescos, con algunas manchas marrones. Atención con los racimos perfectos, de uvas parejitas y lindas: no son siempre los mejores. Racimos desparejos con uvas de diferentes tamaños pueden llegar a ser más sabrosos. Repetimos entonces: hay que probar.
Son tan sanas que muchas dietas de desintoxicación les dedican dos días enteros en exclusividad. Prescriben sólo uva y agua. Ese tratamiento rescata al hígado de sus malos humores y dejan la piel esplendorosa.
Combinan (y quedan) muy bien con una elección de quesos, servidas antes del postre. Peladas y sin pepitas enriquecen algunas ensaladas. Como la de uvas con manzana y berro, aderezada con aceite (de oliva) y limón. O con repollitos de bruselas, puerro y apio. O como en las recetas que hemos seleccionado:
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