El pan es una de sus columnas fundamentales. La evolución de la calidad y variedad de panes amplió el repertorio: las baguettes, los panes de ajo, de cebolla, con sésamo y otras buenas migas incorporaron sabor al emparedado desde su misma corteza. El pan abandonó su rol secundario de contexto-soporte del relleno, en armonía de forma y contenido.
Hay razones históricas, geográficas, culturales, caprichosas. A nadie se le ocurre un choripán (sandwich de chorizo de origen rioplatense) con pan doble salvado. Al “chori”, pan felipe o de fonda.
Con hamburguesas y hot dogs no hay drama. Ellos tienen su forma a priori.
Para los sandwiches de leverwurst, pan negro untado con mostaza, por supuesto. Los de pastrami en pletzalej, esos pancitos chatos con cebolla y semillas de amapola, untados por dentro también con mostazas y pepinillos.
Cualquier manjar oriental encuentra la razón de su existencia si se lo encierra en pan pita, recién salido del horno. Pruebe rellenar unos de esos panes con puré de berenjenas, o, más fácil todavía, cebolla cortada muy finita con limón, gotas de aceite de oliva y muchísimo perejil picado.
Las baguettes admiten casi cualquier cosa, pero con jamón, gruyere o roquefort untados con mucha manteca, añorará París. Con vino tinto, siempre.
Para las carnes frías, o el roast beef, prever panes blandos y cómodos, como el pan de Viena.
Para el refinado salmón ahumado, arme sandwiches de pan negro muy finito, y úntelos con queso crema, agregando las fetas de salmón con cebolla y huevo duro picaditos.
Ahora bien, si tiene verdadero caviar cómalo solo, a cucharadas. El pan sobra.
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